
No es lo mismo ir solo al cine que ir con tu enamorada, con tus patas o con tu familia; no es la misma la forma con la que compras las entradas, ubicas los asientos o comentas la película; ni siquiera son los mismos tus gustos taquilleros pues, cuando vas con tu flaquita, por ejemplo, te ves obligado a comprar entradas para un drama o, en el mejor de los casos, una comedia romántica que cuenta la misma risible historia que has venido viendo durante años: la de una pareja de gringos que si no empiezan odiándose empiezan imposibilitados de estar en una relación pero que –ojo, siempre, siempre es así –, después de una hora y media de circunstancias graciosas solamente por lo previsibles que son y atractivas solamente por lo atractivo de sus protagonistas, terminan teniendo un revolcón, un funki funki, un rapirín en un departamento (o una casa de campo en el estado de Texas) en un mediocre intento de - al fin, carajo - volver la película un poquito más interesante, más candente y más llevadera, pero que; justo en el momento en el que los pervertidos empezamos a acomodarnos plácidamente en las butacas; precisamente cuando, gracias a la fugaz visión de las caderas de Julia Roberts o Katherin Zeta Jones , nos empezamos a olvidar melifluamente de la canchita y de la gaseosa; justo cuando en esa película para mayores de 14 se comienza a deslizar la sábana crema que deja descubierta la espalda de la chica sexy (y en el caso de las chicas, los bíceps a punto de estallar del galán de la película que a muchos nos parece maricón); cuando la película recién comienza de verdad y precisamente en el instante clímax de la cinta; la escena se termina de improviso, se adelanta hasta la aburrida conversación que se lleva al día siguiente y sentimos que todas nuestras hormonas, que ya estaban talqueadas y acicaladas, radiantes, excitadas y perfumadas, se quedan tristes, furiosas, exudando decepción. Entonces nos acordamos de la mamá del director, renovamos nuestra antipatía por la mayoría de comedias románticas y prometemos no volver a pagar ni un mango por uno de esos vituperios cinematográficos a nuestra benemérita habilidad crítica del séptimo arte.
Pero de todas maneras se podría decir que, en general, ir al cine es una buena opción y una gran experiencia si cubres algunos requisitos previos. Primero, vas solo, segundo, coges un buen asiento y tercero, –claro está- una buena pela. Esto de ir solo al cine no es solamente posible, sino absolutamente lógico y a veces hasta necesario. Si analizamos lo obvio podríamos deducir que lo único que necesitamos para disfrutar de una buena película (desde El Rey León hasta Haz conmigo lo que quieras) son nuestros ojos y nuestros oídos, nada más. (Bueno, a excepción de Haz conmigo lo que quieras y demás películas del género calenturiento). Lo que sea que dificulte nuestra vista y nuestra audición, por lo tanto, estorba, huevea, ataranta; ergo, ir con amigos bullangeros, con una chica melodramática, con un hermano menor con boquita de ambulante o con un celular encendido con el timbre de Panamericano a todo volumen es una potencial amenaza al impedirnos disfrutar de nuestra película y cualquier acompañante adicional, si bien a muchos les parece indiscutiblemente necesario, a mí a veces me desquicia, me trastorna y me jode tremendamente. Pues la pura verdad es que una película se disfruta mucho mejor solo y quien sea que piensa que ir al cine sin compañía es algo estúpido e introvertido pues tan solo se auto etiqueta como un niñato acomplejado de insustancial autoestima, títere fortuito y atormentado social, además.