Corría, a mediados del año 1998, una plausible brisa de optimismo en las calles peruanas: Cuando comprabas algo te decían gracias y si hablabas de fútbol peruano no te cambiaban de tema; los días anestesiados de esperanza fluían como un monocromático rollo fotográfico pues la expectativa de la pronta llegada del nuevo milenio avivaba las brasas de la fé en el progreso y la felicidad. Al ver los rostros de las personas me daba cuenta que todos las miradas exhibían ese brillo característico que tienen los ojos de los fumones y que todos los labios se torcían hipócrita y caprichosamente en fracasados amagos de sonrisa. Para entonces, yo tenía ocho años.
En ese contexto mi vida era feliz, habitaba una casa grande para corretear por donde yo quisiera y tenía tres bravos, lindos y vigorosos perros que, según lo que mis papás me decían, habían sido obtenidos (uno comprado, otro adoptado y el último encontrado) para que jueguen conmigo y los saque a pasear . Y aunque alguna vez me pareció oír en esas latosas conversaciones de adultos que en realidad los perros eran para que cuiden la casa a mí en realidad no me importaba demasiado siempre y cuando, claro está, pudiera ver televisión, corretear por el patio, comer torta y conversar con Arturo en mis dosis diarias.
Arturo era mi mentor y mi mejor amigo. Gracias a él conocí de cerca el camino de la ludopatía al jugar Diablo II con furiosa obstinación y me desvivía en errores intencionados solamente para escuchar esos consejos suyos que me dejaban con la boca abierta. Gracias a Arturo; que me lleva doce años y al que no veo desde hace siete, que fue probablemente la persona más carismática que haya conocido y el que me recomendó alguna vez y muy seriamente que no pierda mi tiempo en internet, es que hoy me palteo inevitablemente cuando me preguntan cuando fue que besé a alguien por primera vez. Porque Arturo tenía una sobrina gringuita y flaquita, de ojos claros y cabello lacio.


