Cuando estaba en el colegio todo era más relajado, no sé, de alguna manera más superficial, más mediocre: Mis ensayos, mis exposiciones y hasta mis tonos, mis tareas y mis peleas, inclusive mis romances. Todas mis acciones se enarbolaban con un innegable aire de practicidad que me aligeraba el existir y que me iba acostumbrando a no hacer mucho para lograr las cosas. Y es que mi vida colegial siempre fue así: fácil, onírica, sedentaria.
Las únicas semanas del año en las que me ponía un poquito más alerta –ojo, un poquito, no más- eran las de exámenes finales: y no lo hacía para evitar que me jalen, no, no, nada que ver, pues con una sencilla revisión de cuadernos, uno que otro comentario en clase, una aprista exposición bien taipeada de floro y un buen comportamiento –léase full mensajeo de texto caleta-, se podía casi garantizar que el registro en la libreta final fuera con tinta azul y no con roja. El colegio es hueveo. Punto y aparte. Y que tire la primera piedra quien admite que es un bruto. Punto final.
Sin embargo, la transición a la universidad significó algo más que dejar el uniforme y mandar de vacaciones al peluquero: empezar a formarme profesionalmente, como dicen mis papás, de repente ya no tenía la simplicidad que antaño caracterizaba a mi facilona vida colegial, básicamente porque esta etapa, la que disfruto y sufro ahora, se me antoja mucho más pesada; estas responsabilidades, mucho menos flexibles; y estos finales, mucho, mucho más pendejos.

